El peso de la infancia
Y el del portafolios

Cada mañana, el mismo ritual. Levantarme tempranito para meter todo en aquel portafolio marrón que parecía crecer en responsabilidades pero nunca en tamaño. A mis diez años, esa mochila pesaba como la gran siete.
El cuaderno de matemáticas, forrado con papel araña; el de lengua con las orillas llenas de dibujitos hechos a escondidas; el de ciencias naturales con hojas arrugadas por algún jugo que se volcó. La cartuchera de plástico duro que hacía ruido como un choclo cuando los lápices rebotaban adentro. Aquel sacapuntas con forma de globo terráqueo que me regaló la abuela.
La vianda envuelta en papel aluminio, siempre aplastada por los libros. Una botellita de agua que goteaba sí o sí entre mis carpetas. Las llaves de casa atadas a un llavero de superhéroe ya gastadísimo. Y seguro algún juguetito escondido en el bolsillo del costado, mi tesoro secreto para el recreo.
Y a veces, el peso invisible de alguna tarea que me olvidé hacer, una prueba que se venía, o un secreto intercambiado con algún compañero.
Ahora, mientras miro a mi piba cargar su propia mochila, me pregunto si siente lo mismo. Si se da cuenta que no solo llevaba cuadernos y lápices, sino todo un universo de posibilidades entre clases y recreos.